lunes, 8 de octubre de 2012

CARTA DE DESPEDIDA ESCRITA EN LA PRISIÓN EN VÍSPERAS DE SU FUSILAMIENTO

Transcribimos la carta escrita por Antonio García Quintana en la prisión, en vísperas de su fusilamiento.
«Queridos míos:
     Sé que tengo mis días contados. Vuestros esfuerzos por salvarme -¡qué agradecidos!- serán, os lo aseguro, inútiles. Es fatal -y, pensándolo bien, natural-, que lo sean. Debo morir ahora, y moriré. Debo morir, lo advertiréis, no porque lo dispongan la ley de la lógica ni siquiera las leyes escritas. Moriré porque así lo ordena, con su imperio irrefrenable, la ley de la Fatalidad. Mi muerte será tan fatal como es que el rayo se produzca cuando chocan dos fuerzas eléctricas adversas.
     Queridos: En España han chocado violentamente dos fuerzas tradicionalmente adversas, irreconciliablemente adversas. No quiero examinar cuál de ellas tiene razón, entre otras, por la consideración de que los hombres jamás nos movemos con plenitud de razón. Todos, y más aún cuando nos movemos multitudinariamente, nos producimos con razón y con sinrazón.
     A veces, esos movimientos multitudinarios se producen por acuciamientos casi biológicos, es decir, fatalmente. Pocos hombres se salvan, cuando esas ocasiones llegan, de incorporarse decididamente a uno de los bandos en pugna. Yo he sido, queridos, uno de los que se salvaron. Porque la pugna no es de ahora, esto es, de meses. Es antigua, muy antigua. Y yo no sólo no me sumé a ella, sino que traté de que jamás alcanzase las proporciones trágicas que desde ha meses tiene.
Me equivoqué.
     Aquí, sobre todo en esta terrible Castilla de mis amores, se equivocan siempre los hombres de temperamento reflexivo. Esta no es tierra de transigencias, de términos medios. ¿No habéis observado que aquí todo es verano o todo invierno, que no hay primavera, que apenas si existe el otoño? Pero no creáis que mi equivocación es episódica. Me habría equivocado lo mismo si los derrotados hubiesen sido los triunfadores. Me llevo del mundo la angustiosa impresión de que aquí son perfectamente estériles todos los desapasionados intentos de tolerancia y convivencia. Ni nos respetamos ni seremos jamás capaces de respetamos. Quien discrepa no es adversario a quien se pueda intentar convencer; es enemigo a quien se ha de exterminar. Por eso, las pugnas que debieran ser nobles, caballerescas, adquieren fatalmente caracteres de guerras de odio y exterminio. Y cuando la guerra no se manifiesta, como ahora, en expresiones trágicas, en el fondo de cada uno brilla -y es lo mismo- el deseo de tragedia, el propósito cruento.
     No cabe aquí sino que haya unos vencedores que se impongan violentamente y unos vencidos que se sometan como esclavos o como siervos. Quienes renunciamos de antemano al papel de vencedores, porque previamente rehusamos el de beligerantes, somos siempre los vencidos. Los vencedores -unos y otros- hacen bien en asignamos el único papel que nos corresponde: el de víctimas. No creáis, por lo demás, que me siento arrepentido de la actitud desapasionada, serena, de pacífica convivencia que adopté respecto de las luchas políticas de mi patria. Me siento arrepentido, y no por mí, sino por vosotros, de no haberme inhibido totalmente desde el instante, lejano ya, en que, como sabéis, comencé a perder la fe en los hombres y en esa cosa terriblemente perturbadora que aquí llamamos los hombres nuestras ideas y que no son, hablando con propiedad, sino nuestras obsesiones o nuestras pasiones más primarias. Por vosotros, que no por mí, me angustia morir.
     Personalmente, la vida, tiene, para mí, muy escasos atractivos. No puedo mirar casi ninguno de los aspectos de ella sin sentirme profundamente triste. Y ello no es de ahora. Cuando me reprendíais por entregarme con exceso al trabajo o a la lectura, ignorabais, quizá, que el trabajo y la lectura me han evitado muchas horas de tristeza. Por vosotros, queridos, exclusivamente por vosotros, me angustia la proximidad de la muerte. Por vosotros, hermanos míos, de cuyo cariño estoy cierto, que seréis desde ahora, sobre hermanos doloridos, los allegados de un hombre rechazado por la sociedad. Por vosotros, sobrinitos queridos, cuya cariñosa compañía no me era menester para quereros entrañablemente, como a hijos. Por ti, la madre de mi esposa, que, despidiéndome de ti, como madre auténtica, no hago sino corresponder al afecto maternal que tú me dispensaste. Por ti, mujer mía, a quien seguramente proporcioné menos alegrías de las merecidas, que te dejo, íntegro, el pavoroso problema de sostener y formar a nuestros hijos. Por vosotros, pobres hijos de mi alma, que os dejo desamparados, sin pan, sin consejo, con la vida truncada, con el corazón dolido, con el nombre manchado por una terrible sentencia. No os será ello, de seguro, menester.
     Pero sí quiero que sepáis, por mí mismo -y que lo sepáis, además, con las palabras de absoluta sinceridad que saca de mi alma la cercanía de la muerte- que nada hice para merecer aquella sentencia, que no he cometido ningún delito ni he incidido en imprudencia, sino que, por el contrario, procuré, en lo que fue posible, que los demás no incurrieran en uno y en otra; que ha sido preciso un trágico trastrueque del Derecho, de la Moral y del Sentimiento para que mi vida limpia, laboriosa, pacífica, de calidades cívicas y morales, haya podido ser desconocida. Os ruego, por lo demás, que no intentéis nunca averiguar cuáles sean (tachado) cuyo conocimiento os dolería casi tanto como mi muerte. Por el contrario, os recomiendo que olvidéis aquello que sepáis...
     Acordaos mucho de mí. Vosotros. hermanos míos... Cándido, Manolita, Joaquín, Augusto: Cuidad, en cuanto os sea posible, de esos infortunados hijos míos. Tanto como el pan, os agradeceré el consejo, la tutela, el cuidado del espíritu. Ayudadles a vivir, mejor dicho, a que se hagan con un medio decoroso y honesto de vivir. Me importa que puedan alcanzar pronto una manera de vivir decorosa, aunque humilde. Pero me importa tanto, por lo menos, que mi ausencia la adviertan, en el orden moral, muy escasamente. Suplidme, no de manera aislada, sino ayudando conjuntamente a Brígida. ¡Dejadme con ella los hijos! ¡Dadla ese consuelo! Llorando os lo pido a vosotros, queridos. Porque confío en vosotros, la esperanza me hace menos amargos y dolorosos estos postreros días, estas últimas terribles noches de mi vida.
     Tú. mujer mía... Ante todo, perdóname. Has podido ser plenamente feliz y lo has sido solamente a medias. Por la culpabilidad, cierta, que en ello me pueda ser discernida, perdóname. Perdóname totalmente, sin reservas. Olvida mis defectos, mis limitaciones, mis desvíos, mis agravios. Que quede, que perviva en ti exclusivamente el recuerdo de lo grato: de mis amores, de mis virtudes, de mis complacencias. Que sea esto, solamente esto, lo que brote de lo íntimo a la superficie cuando me recuerdes.
     Yo me voy de tu lado sinceramente dolido de no haber acertado a valorar adecuadamente tus óptimas cualidades: esposa leal y amorosa, plenamente entregada, ávida de complacencias y sacrificios; madre amante; mujer práctica, enamorada del hogar; consejera juiciosa y prudente... ¡Ah si yo hubiera escuchado tus juiciosos consejos! Me lo advertiste muchas veces: ¡Déjalo todo!; dedícate a la familia; abandona la política, que no es para quienes, como tú, la entregan actividad, salud, dinero, buena fe... Acertaste. Desgraciadamente, acertaste. Por mí, ¿cómo no lamentarme de mi obstinada buena fe? Por ti, por nuestros pobres hijos, mis últimos días son de máxima amargura. Perdóname, querida, perdóname. Y logra, además, te lo ruego, que esos hijos de mi alma no me acusen nunca por el mal que les causo; que, al contrario, las privaciones y las dificultades que les esperan sean sobrellevadas por ellos resignadamente, y que si unos y otros las relacionan conmigo no dejen de tener para mí un recuerdo cordial. Si te es posible, haz que ese recuerdo no sea solamente cordial; que sus pensamientos y sus palabras, al recordarme, me justifiquen siempre, ante sí y ante los demás, con decisión y hondo cariño filial.
     Tú. hijo de mi alma... Ha sido truncada tu vida, rotas tus ilusiones de estudiante, turbada tu alma joven por la tragedia. Mi muerte echa sobre tu conciencia responsabilidades impropias de tu edad y sobre tu corazón tristezas que ahogarán tu legítima alegría juvenil. Hijo mío: extrae de tu alma fortaleza y consérvate sereno, resignado y animoso. Deberás trabajar. En el trabajo que sea, por gusto y lealtad. Sé, ante todo, un hombre laborioso. De modo tal, que jamás puedas ser reprendido por falta de laboriosidad. No hay trabajos indignos. Si son útiles, todos los trabajos, aun los más humildes, dignifican. Deberás ayudar a tu pobre madre, y a esa finalidad deberás sacrificarlo todo. Pero no olvides tus estudios. Continúalos. Los de Derecho u otros que estimes más fáciles, más prácticos o más acordes con tus aficiones. Si te es posible, independízate. A ello te ayudará el estudio. Y si, lo que no creo, la adversidad llega al extremo de cerrarte los libros, no te deprimas: independízate mediante el trabajo manual.
     Procura, hijo mío, no destacar demasiado. En el mundo no se puede tener mucho talento, mucha virtud ni mucho dinero. Mejor dicho, si se es talentoso, virtuoso o adinerado, hay que procurar que las gentes no se enteren de ello sino a medias. Es la única manera de que la envidia -la peor de las lepras- no te dificulte gravemente la vida. La envidia, antigua como el hombre, común a todos los climas, pero plaga de caracteres monstruosos en las aldeas con pretensiones de ciudades, respeta los vicios si no son excesivamente escandalosos, pero no tolera las virtudes. Sé, sin embargo, virtuoso, hijo mío. Sólo por respeto a ti mismo y como acatamiento a Dios, a quien te recomiendo que confíes la reparación, en el más allá, de las terribles e irremediables injusticias humanas y el premio adecuado de tus virtudes.
     Te encarezco que seas religioso, esto es, que te asimiles la moral cristiana y que, sin exageraciones beateriles, que son, en buena parte, mera simulación, acomodes a aquélla tu diaria conducta. No te entregues a causas políticas. Huye de la política activa como de la peste. Cumple sin regateos tus deberes únicos y patrióticos; pero no pases de ahí. Concentra todos tus fervores en la profesión que elijas, en tu madre y tus hermanas, en tu hogar, después. Desconfía de las multitudes, lo mismo de las bien vestidas que de las mal vestidas. Aplauden mientras sienten que sus pasiones son servidas. Pero son capaces, al día siguiente, de gritar, como en el drama bíblico: ¡Crucificale! y aun de añadir a ese grito otro más infamante aún: ¡Liberta a Barrabás! Sé generoso, pero con prudencia. No hagas lo que yo, que lo di todo: lo mío, lo vuestro, lo ajeno; esfuerzo, tiempo, alegría, dinero, vida... No consideres nunca, querido, enojosos estos consejos. Aunque eres naturalmente bueno, es seguro que no te estorbarán. Si los consideras, no obstante, innecesarios, piensa que tu padre los escribió en horas de honda preocupación por vosotros, de extrema angustia por su suerte, cifrando en ti, hijo querido, Toñín de mi alma, las mejores ilusiones: ilusiones de padre, ilusiones de moribundo. Sólo si un día tienes un hijo varón, y varón único, sólo entonces comprenderás con qué entrañable emoción te aconsejo, con qué hondo cariño te quiero.
     Tú. Carmina mía ... ¡Cuánto y cómo te quiero, hija de mi corazón! Por ese cariño mío, que desconoce tus defectos y tus limitaciones, te pido que seas dócil y obediente a tu madre --que si alguna vez te reprende es por tu bien- y que te dispongas a ayudarla del modo que se te encomiende. Haz tuyos, en lo que te sean aplicables, los consejos que doy a tu hermano sobre el trabajo, sobre el estudio, sobre la virtud. Pero además... Tú eres mujer ya, una mujercita. Y quiero, por ello, que me escuches esto: No hay nada más estimable en la mujer, hija mía, que la honestidad y la sencillez.
     A las mujeres que no son sencillas ni honestas, en ocasiones se las corteja y se las celebra, pero no se las quiere ni se las ama. Sé laboriosa, muy laboriosa. Veras cómo, en cuanto tienes costumbre, te entretiene y agrada el trabajo. Cualesquiera trabajo: Aunque sea de los más humildes. ¡Si vieras con qué gusto barro yo mi celda, friego, cuando me corresponde, los cacharros comunes, hago mi cama y hasta lavo mis pañuelos! Santa Teresa decía que se encontraba a Dios hasta entre los pucheros. Ya sé, ya, que mi ausencia, a ti como a tu hermano, os va a dificultar no poco la vida, que sin mí os va a costar gran esfuerzo abriros paso. Pero no te decepciones por ello. Al contrario, confía en ti, en tu esfuerzo, y cuando consigas, de ese modo, una posición estimable, ya verás con qué íntima complacencia la saboreas. Lo indudable, querida, es que tendrás que trabajar en casa y fuera de ella. La más grata satisfacción que podrás darme, hija mía, es prometerme que todo ello lo harás con gusto y que, de vez en cuando, leerás atenta estos postreros consejos que te pongo, amada Carmina, volcándola en ti toda mi alma.
     Y tú. muñequina... No me llores, muñequina mía. El papá se va, mejor dicho, le llevan. Se va muy triste porque le llevan tan lejos que no podrá comprarte golosinas ni dar dinero a la mamá para que te haga vestidos bonitos. Pero no llores, muñequita. El papá espera que podrá verte después de su viaje. Dios, que es muy bueno, permitirá que el papá te vea cuando juegues con tus amiguitas, cuando estudies con atención, cuando quieras y obedezcas a tu mamá, cuando reces. Entonces, cuando hagas eso, cuando seas buena, no sólo te veré desde muy lejos, sino que te sonreiré como si estuviera a tu lado. Sin que tú lo notes, hasta te haré cosquillas como en mis mejores días, como en aquellos días venturosos que me estaba permitido jugar contigo.
     También tú podrás verme. Cuando juegues, cuando reces, cuando acaricies a mamá, cuando seas aplicada, si cierras los ojos y te acuerdas de mí, me verás en lo alto, muy lejos, sobre las nubes, riéndome contigo y enviándote besos con las manos. En cambio, cuando te enfades o riñas con tus hermanos, o desobedezcas a mamá, o estudies poco, o discutas con tus amiguitas, o reces poco y con desgana..., si cierras los ojos, me verás muy enfadado. Si te fijas un poco, verás que muevo los labios y que digo: “ya no te quiero”, y, a continuación, verás que lloro mucho porque mi muñequina es mala. Pero no lo serás. ¿Verdad, Teresina, que serás buena, que no me harás llorar? Yo te prometo que si eres buena, la Virgen y los angelitos, que quieren mucho a las niñas buenas, ayudarán todos los días a tu mamá, a tus hermanos y a tus tíos para que, al marcharme yo, no te falten las cosas que te gustan y que a mí, pitusilla, no me dejan ya llevarte unos hombres que no conocerás nunca. De ellos sólo te importa saber que no son hombres malos. Son hombres como tu papá, que tienen niñas como tú, que llorarían si, como yo, tuviesen que abandonadas..., pero que ahora no se acuerdan de ti, ni de sus hijitas, ni de sí mismos porque el estruendo terrible de la guerra les ha privado de memoria y les ha enloquecido un tanto. Cuando, al tomo de la paz, recobren la memoria y la cordura, es seguro que, dolidos del mal que innecesariamente te hacen, se acercarán a ti y te acariciarán con caricias que querrán imitar las mías. Si lo hacen, y lo mismo si no lo hacen, reza por ellos -como lo harás, ¿verdad? por mí- para que Dios los perdone, que bien es ello menester.
     Todos... De las personas amigas, de las que lo son efectivamente, despedidme. Abandono el mundo pensando que, a pesar de todo, la amistad, cuando lo es de modo auténtico, sigue mereciendo el emocionado fervor que ya los antiguos encarecían. Despedidme, expresa y especialmente, de aquellas personas que, en momentos difíciles, os ayudaron o se preocuparon de mí. Para ellos, mi gratitud emocionada y última. A los enemigos, sean quienes fueren, incluso aquellos que han puesto su voluntad el servicio de nuestro mal, perdonadlos, primero, y olvidadlos, después. No os atormentéis pensando en ellos. Perdonadlos como yo los perdono, como es nuestro deber moral perdonarlos.
     A todos, a amigos y enemigos, rogadles que me perdonen: mis defectos, mis omisiones, mis ofensas, mis agravios. Cuando la muerte más ronda y el entendimiento se conserva lúcido, se advierte con toda claridad cuán insignificantes y estúpidos son muchos actos y muchas cosas humanas en las que ponemos esfuerzo, pasión y hasta riesgo. Ciertamente, no vale la pena que nos peleemos por la mayor parte de las cosas de la vida. ¡Si hasta es más cómodo renunciar y perdonar! La mayor ventura --casi la única- que yo me he dado últimamente ha sido esta de sentir cómo perdonaba íntimamente todos los agravios de que a lo largo de la vida he sido objeto, todos los terribles -¡terribles por injustos!- males que se me han hecho. Ello me ha dado una tranquilidad que me va a permitir, según creo, morir con cierta resignación.
     Este, por lo menos, es, ahora, uno de mis más acusados anhelos: morir resignadamente, como si muriese a consecuencia de una epidemia o de una catástrofe. ¿No creéis vosotros, queridos, que sólo una catástrofe es capaz de llevarme como a mí se me lleva? Haced vuestro ánimo a esa idea, por lo demás exacta, y viviréis más tranquilos.
Ése es mi último deseo.»

Valladolid - Prisión Provincial, Junio de 1937 Antonio G. Quintana

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