lunes, 21 de octubre de 2013

Mi vida bajo el puente de Isabel la Católica

Un reloj de pared marca las seis de la tarde. Le acompaña, a su lado, un cuadro con un cristo crucificado que pretende emanar paz. Y a un extremo, un grafiti de una bola del mundo, feliz, con ojos y cara de sonrisa superpuesta, muy cerca físicamente pero muy alejada de la triste realidad. Tres protagonistas y decenas de gatos. Quizás la presencia de los amigos felinos contribuye a una cierta higiene que espante a los roedores en la maleza. Rostros y mentes magullados por la crisis que se han visto obligados a 'ubicar su residencia' debajo del mismo hormigón por el que a diario cruzan miles de vehículos y paseantes en Valladolid. Es la vida bajo un puente.
Sólo una pared y un techo, varios armarios recogidos de entre los contenedores y unos colchones sobre el suelo conforman esta peculiar vivienda, donde también corre el viento. Abrazados por la condensación y la humedad que propicia el río Pisuerga se cruzaron hace unos meses las vidas torcidas de Alexis Rodríguez, Daniel Marrero y Nikolai Marinov, que por desgracia desconocen que el 17 de octubre se celebró el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Algunos de ellos pertenecían hasta hace poco a la llamada clase media, duramente golpeada en el último lustro. No en vano, el 27 por ciento de la población regional se encuentra bajo el umbral de la pobreza.
En un recoveco a salvo de la pendiente notablemente apreciable bajo el puente de Isabel la Católica han construido su nuevo hogar, una pequeña sociedad que evoca a la ONU. Se trata de un español, un cubano y un búlgaro, y no es un chiste malo. Algunos colchones y más mantas, algo de ropa antigua, saber llevarlo con paciencia y, sobre todo, la chatarra, un negocio en el que nunca creyeron que podrían acabar tras trabajar en la construcción y que ahora les aporta algo de sustento, más bien poco.
Su día comienza a las diez de la noche. A esa hora se inicia su jornada y salen a la calle. Mejor dicho, abandonan los bajos del puente para buscar hierro viejo, aluminio, cualquier chatarra vale: un somier de cama, una silla, mesas metálicas... Así, hasta las cuatro de la madrugada. Duermen, o intentan dormir, con varias mantas, en un particular lecho en el que se atisba el frío horizonte del invierno.
Pero a las ocho de la mañana, algunos de ellos ya se levantan. “Tengo una alarma en mi reloj de pulsera, pero por si falla tengo un reloj de pared para mirar la hora”, asevera Rodríguez, un exmilitar cubano y boxeador que ya no puede volver a su país y que decidió arribar en España por amor. La suerte le fue esquiva. Hace cinco meses que desembarcó en esa orilla del río, la misma en la que a veces lava su ropa, ahora colgada para secar.
En cuanto se ponen en pie, todos juntos, en grupo, se dirigen a Cáritas, donde pueden desayunar, darse “una pequeña ducha” y acompañarlo de desodorante. “Hay días que haces unas cosas u otras, porque allí somos cientos”, masculla el caribeño, quien con su declaración afirma que “hay españoles, extranjeros, padres, madres con niños; mucha gente que lo está pasando mal”. En la ong tienen acceso a internet y lo aprovechan para navegar en busca de ofertas de empleo y comprobar sus cuentas de correo electrónico, donde tienen la esperanza de encontrar puestos de trabajo vacantes.
Pobreza frente al géiser
La rutina diaria se asemeja para todos. Tras patear Valladolid, cuando llega el mediodía comienza el trasiego en el comedor social. “Aún podemos decir que nos dan de comer”, comenta Rodríguez con su acento cubano, quien se acuerda todos los días de sus dos hijos, fruto de una relación anterior en la isla. No los ve desde “hace muchos años”.
A partir de ahí y hasta que llega la noche, pasan las horas debajo del puente, al lado de una plaza, la del Milenio, cuya inversión critican. “¿Tú crees que podemos estar aquí nosotros cuando justo enfrente se han gastado un dineral en la cúpula y en un chorro de agua con impuestos que nosotros también hemos pagado cuando trabajábamos?”, se pregunta Alexis, con la mirada perdida en el géiser del Pisuerga, símbolo del nuevo Valladolid. “Yo he vivido en Angola y ni siquiera allí se vive así”, lamenta. Se conformaría con un trabajo en el que perciba 400 euros.
Rabia contenida
Su buena relación se entrelaza cuando, con rabia, se sienten observados por la gente que pasea por la senda del río e incluso por los que aprovechan el barco 'Leyenda del Pisuerga' para hacer turismo. “Nos fastidia que muchos pasan y nos ignoran. O nos miran como si fuéramos drogadictos y no lo somos. No somos importantes. No queremos dinero, sino una oportunidad, un empleo...”.
Lo reitera con fluida labia Alexis Rodríguez. Sobre su cama reposan varios libros. Ahora lee 'Siddhartha', una novela alegórica escrita por el alemán Hermann Hesse en 1922 que presenta un registro en el que se unifican elementos líricos y épicos, los mismos adjetivos que definen su vida bajo un puente. “Leo mucho, ¿y si no, a qué dedicas tanto tiempo?, se pregunta. Un hecho marcó su recorrido tras aterrizar en España. Adquirió dos décimos del primer premio del Sorteo del Niño de 2007, en Villardefrades (Valladolid). “La familia de mi mujer me dejó sin un duro y ella se separó de mí”, recuerda. “Y el negro no cobró”, asiente. A ello se une la muerte reciente de su madre, a la que no ha podido “llevar una flor”.
Nikolai Marinov, a pesar de sus casi diez años en España, no habla muy bien el idioma. La construcción le costó una lesión importante de cadera. Ello no le impide acercarse a uno de los armarios que tienen en su peculiar cocina. Junto al cacao y algo de leche se enciende un cigarrillo, elaborado con tabaco de liar.
Varios trozos de celo sujetan a la pared, por encima del armario, un cartel con unas normas que “prohíben beber alcohol, tocar las pertenencias de los demás, mantener limpio su sitio, ser agradecido y respetuoso y no traer chatarra”. “Todas se cumplen”, espeta con convencimiento el caribeño. Ya, pero ¿todo este hierro?. “De eso vivimos hermano. Nunca en mi vida salí a pedir ni lo haré”. Prefiere estar allí que en un cajero, que es “privado”. Rodríguez también recoge de los contenedores algunos aparatos electrónicos que intenta arreglar para vender los domingos en el rastro “aunque sea por un euro”. Un router ocupa en estos momentos su tiempo.
Precisamente y mientras el cubano se anima en la conversación, el canario Daniel Marrero separa los hierros arrastrados hasta allí o desplazados con viejos carros de niño o de supermercado. Tras un año en Valladolid y un empleo en una empresa de limpieza, su vida se torció y hace tres meses que comparte este vericueto del puente.
Espera una cantidad de dinero que le corresponde de la Renta Garantizada de Ciudadanía. No llega a 500 euros, pero en cuanto la cobre volverá al archipiélago. “Yo no le echo la culpa a nadie por estar debajo de un puente. Ni siquiera a Rajoy”, detalla. Y admite: “Algo no habremos hecho bien para estar en esa situación”, a lo que Alexis Rodríguez le responde que un 95 por ciento de culpa es de uno mismo, “de cada uno”, pero el otro cinco por ciento es de otros.
Ese porcentaje lo vincula el canario al “pasotismo” de los dirigentes por evitar escenas como la que ellos protagonizan, residiendo en un lugar sin un mínimo de parecido a una vivienda. En eso sí coinciden los dos compañeros.
Apoyo limitado
De momento, únicamente cuentan con el apoyo puntual de organizaciones como Cáritas, que les donará un par de lonas para tapar en la medida de lo posible una mínima parte de los dos laterales del puente, o Incola, que a veces les lleva al anochecer un termo de café caliente. Y es que los albergues sociales ya no dan a basto. “Somos cientos en la calle”, afirma Rodríguez.
Algún otro puente de la ciudad y de Castilla y León guarda entre sus entrañas a gente como Alexis, Daniel y Nikolai. Unos con menos suerte que otros. Las agujas del reloj de pared ya superan las siete de la tarde. “Entretenida conversación”, se despide Alexis, quien confía en que nadie se olvide de ellos, de que allí vive gente. Como otro día más de sus amargas vidas, que no pesimistas, dan la espalda al crucificado y corren la cortina de sus particulares dormitorios, escondiendo sus pertenencias. La noche será de nuevo larga.

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